Instituto Polit�cnico Nacional
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"La Técnica al Servicio de la Patria"

Ocho de espadas

Boletín No. 66
1o. de mayo de 2018




Ocho de espadas

 

De Montserrat Varela

Las manos de la mujer tenían la piel delgada, casi transparente, y bajo esta las venas se abultaban prominentes y azules como raíces. Ya pobladas de pecas marrón claro, sus manos delataban todos sus años.  Partió en dos tantos la baraja y sacó la carta inferior del primer bloque. Era un ocho de espadas.

Esteban era un hombre que creía en la justicia, mas no en el destino. Aunque hijo de una familia  de abolengo, la fortuna de sus padres se vio gravemente comprometida y finalmente perdida. El padre de Esteban, tras este penoso suceso, se quitó la vida. La madre, digna viuda con un pequeño hijo de apenas siete años, se lanzó a la tarea de sobrevivir sin preparación escolar pero no tuvo éxito así que hábilmente consiguió emparentarse con un ex militar que aportara su pensión. Esteban de diecisiete años y de espíritu rebelde, renunció a terminar los estudios y abandonó la casa familiar para conocer mundo. Decepcionada su madre y padrastro lo dejaron hacer. Se creía afortunado. Más rápido de lo que pensaba consiguió su primer trabajo: Chofer de metro, línea tres, ruta sur.

Un día, Esteban vio cómo desde el tumulto se lanzaba una mujer hacia las vías y aunque frenó violentamente, no pudo evitar arrollarla. Ese día, Esteban bajó temblando, después de haberse comunicado por radio con las autoridades de la estación. Miró hacia las vías y ahí estaba ella. O mejor dicho, una parte de ella, su torso, brazos y cabeza aún con vida y Esteban, valiente, bajó y la tomo de la mano y esperó minutos como si fueran siglos hasta que llegaron los paramédicos. Esteban se sentó, el miedo hacía cimbrar su cuerpo. Un oficial lo condujo hasta las oficinas de la estación y le ofreció agua. Hablaron durante unos minutos sobre el acontecimiento y Esteban pudo irse a su casa.

Durante varios meses visitó a la mujer en la clínica cuarenta y uno. Ella no tenía familiares y al parecer, tampoco amigos.

-El gobierno patrocina mi invalidez parcial y me regaló estas muletas, ¿no son hermosas?  Pero aún no las puedo usar. Me falta fuerza en los brazos, mis músculos están débiles

-Le dijo, mientras generosa, le sonreía.

Esteban, sentado en el marco de la ventana, observaba la calle.

-Seis pisos no es mucho. A lo sumo unos cuantos huesos rotos, no sirve de nada- Dijo Esteban de pronto, en un murmullo apenas audible.

La mujer, ese torso sin piernas que quedaba de ella, respondió:

-El accidente carece de importancia, fueron cosas que pasan. La multitud se agolpó de pronto a la orilla del andén. Había más gente de la que hubiera previsto para la hora. Éramos muchos, arremolinándonos todos para entrar en el vagón, empujándonos con los codos, dando pasos al vacío en cuanto se abrían las puertas.

-No fue un accidente.

La mujer se quedó callada, cerró los ojos y no dijo más en toda la tarde. Se hizo de noche y Esteban salió de la habitación.

Caminó a paso rápido por las calles hasta llegar a una entrada del metro, de la línea rosa. Caminó entre la gente, se adentró en el tumulto hasta llegar a la línea amarilla. Vio el tren aproximarse. Miró al conductor. Lo conocía.

El tren se detuvo sin que Esteban se moviera. Al abrirse las puertas, se hizo a un lado. Y lo miro alejarse y permaneció quieto esperando a que pasara el siguiente.