Instituto Polit�cnico Nacional
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"La Técnica al Servicio de la Patria"

Milagrito

Boletín No. 66
1o. de mayo de 2018




Milagrito

 

De Montserrat Varela

Oscar nació sietemesino y Consuelo, su madre, no lo pudo alimentar. No le bajó la leche; el herpes le carcomía la espalda y parte del abdomen llenándola de llagas y de un dolor insoportable. Por eso, a las horas de nacido, a Oscar lo enchufaron a un biberón lleno de leche de vaca, leche que previamente hirvieron varias veces hasta dejarla lista para que el niño pudiera tomarla. Era así como se estilaba en el pueblo, donde no había dinero ni se sabía de fórmulas. Don Manuel, padre de la criatura, pasaba las noches en vela atendiendo a su mujer, haciéndole las curaciones, lavándole las heridas con agua hervida, poniéndole gasas nuevas y ofreciéndole el consuelo de los que convalecen en sus últimos días, por lo que al pequeño Oscar lo tenía olvidado. 

Por suerte, Socorro, la madrina asignada al pequeño, pronto se apersonó en casa de los González para auxiliar a su ahijado, único varón de la familia. Doña Coco lavaba los pañales y alistaba las mamilas para así sacar adelante al prematuro infante.

Pero los González llevaban tiempo sin correr con suerte. Su primogénito, también varón y de nombre Eugenio, había fallecido "por falta de dinero".  La culpa fue de una neumonía que no pudieron atender en el hospital, explicaba su padre con lágrimas en los ojos. Eugenio se parecía mucho a don Manuel. Socorro también había sido la madrina. Después de ese niño pasaron tres años para que su mujer pariera el siguiente varón: Oscar. Con su llegada, Consuelo había conseguido darle a su marido el tan ansiado heredero, pero, para desdicha de ambos, el muchachito se había adelantado a nacer por lo que se complicaba su supervivencia. Oscarito cabía en un paliacate y justo dentro de este, a veces, lo arrullaba su padre, cogiendo las puntas con ambas manos para mecerlo a modo de hamaca. Su madre, en cambio, no podía sostenerlo en brazos debido a su debilidad y a los dolores, además de que podía contagiarlo. Así que fue Socorro quien fungió de padre y madre aquellos primeros días de Oscar, ayudando al pequeño a subsistir.

Una mañana, Socorro fue, como de costumbre, por la leche del pequeño, misma que recogía siempre en el rancho de Don Antonio, pero ese día él no estaba y tampoco había quien le surtiera. Entonces, la mujer imaginó la desesperación del diminuto infante que llevaba sin alimento ya largo rato y ante la urgencia, caminó por más de dos horas hasta llegar al rancho de don Lupe para ahí comprar dos litros de leche, misma que luego se enteró era de vacas que fueron alimentadas con cáscaras de limón. Sin mala intención y sin saber lo que esto ocasionaría en los intestinos del pequeño Oscar, Socorro caminó de regreso otras dos horas hasta llegar a casa de los González para encontrarse al crío, morado de tanto chillar y por fin ponerle a hervir aquella nueva leche. Ella lo miraba beber y se sentía harto orgullosa. El niñito le recordaba a su ahijado Esteban, el que murió, pues ambos tenían el "aire" de los González, pero Oscar era algo más fino en facciones y mucho, muchísimo más pequeñito.

El muchachito bebió feliz, succionado tan fuerte que estuvo a punto de romper su chupete. Luego, satisfecho, durmió plácido soñado con el sin fin de experiencias que le proporcionaban sus recién diez días de nacido.

A la mañana siguiente, cuando don Manuel, instado por Consuelo, se acercó a "echarle un ojo al niño", este lo notó muy pálido, de un blanco casi mortuorio y al revisar su calzón de tela encontró un excremento líquido y oscuro que parecía muy poco saludable. El niño estaba dormido y por más que don Manuel sacudió y enfrió quitándole la ropa, no logró que el chamaco abriera los ojos. Consuelo, al extremo de la habitación y con una corazonada punzándole bajo el pecho, preguntó, casi sin aliento, cómo estaba su hijo. A don Manuel entonces se le aguaron los ojos pues una vez más el dinero no alcanzaba para salvar la vida de un varoncito suyo, apenas si acaso para comprar un poco más leche, de la de don Antonio.

Pasaron tres días con sus tres largas noches hasta que la madrina, quien prometió conseguir el dinero a toda costa, regresara. Socorro entró y vio al chamaquito. Su semblante casi asemejó el mismo pálido del bebé al ver las condiciones en las que se encontraba su ahijado. En ese pequeño lapso, Oscarito había bajado de peso hasta quedar casi en los huesos de tanta diarrea. Se había secado. Rápidamente, Socorro se postró frente a don Manuel y hurgando dentro de su corpiño, entre sus senos, sacó varios rollos de billetes para entregárselos a su compadre.

-¿Y eso? Es bastante... ¿Cómo?

-Vendí todo lo que tenía...

-Pero si ya no le quedaba nada, comadre... Con Esteban vendió todas sus alhajas y ni así nos alcanzó...

-Sí, las alhajas. Por eso le digo que ahora vendí todo: mis muebles, mi ropa, mis trastes, todo. Y con parte del dinero compré masa para hacer tamales que también vendí. No iba a dejar morir a mi ahijado como había pasado con el otro.  Entonces le entregó todo el dinero a don Manuel y juntos pidieron un taxi. El hospital era lejano y a pesar de ir en coche dilatarían todo un día en llegar al hospital pues no había carretera sino pura terracería.

En el asiento trasero, extendida entre almohadones y zarapes iba Consuelo, recostada en el regazo de su marido quien le acariciaba la frente y secaba el sudor con su paliacate. Y adelante, en el asiento del copiloto estaba sentada la rolliza madrina con su ahijadito esquelético postrado sobre sus rodillas. El joven conductor, algo mal encarado, manejaba despacio entre baches y curvas, pero la noche cayó más pronto de lo previsto y un ramaje a medio camino lo forzó a dar un volantazo y a perder el rumbo hasta ir a parar frente a un árbol. El choque hizo que todos se desconcertaran por unos instantes. Luego, la voz de Consuelo, débil pero insistente los alarmó: El niño, ¿dónde está el niño? ¿Por qué no llora?

No estaba el niño. Coco lo había soltado para sostenerse. Pensaron que se había salido por la ventana así que se bajaron los tres dejando a Consuelo dentro del auto, rezando por su chamaco. No bien pasaron cinco minutos cuando un quejido de ratón salió desde abajo del asiento del copiloto. "¡Mi niño!" creyó gritar Consuelo aunque en realidad su voz fue apenas audible. Y Oscarito, pese a todo pronóstico, yacía sobreviviente al choque, en el suelo debajo del asiento del copiloto.

Cuando por fin llegaron a la clínica el Dr. Martínez regañó a Don Manuel. "Se tardaron mucho en traerlo", le dijo en tono severo, pero don Manuel nada podía hacer, "no había dinero" dijo, apenado y vio como una enfermera se llevaba a su crio lejos para conectarle con una sonda al muslo, una botella enorme de suero.

Milagrito, le empezaron a llamar en el pueblo, cuando al volver de la clínica había ganado un poquito de peso y entre su madre y doña Consuelo, mezclando un polvo para dárselo cada dos horas con gotero, lo sacaron adelante, a la vida, admiradas de su pequeño guerrero.